MIS VIEJAS

lunes, 21 de febrero de 2011

RELATO: UN MUCHO DE LUJURIA

Cada uno elige su estilo de vida. Es uno de los dones que nos permite el libre albedrío, y aunque quisiéramos culpar al destino, a nuestros padres o el medio en el que nos desenvolvimos, la verdad es que cada quien escoge lo que va a ser su vida.

A riesgo de parecer aburrida reflexiono lo anterior, la culpa me da pequeños momentos de lucidez en los que dudo si estoy haciendo lo que quiero realmente. Algunas veces lamento no haber aprovechado las oportunidades que he tenido para ser alguien común y corriente. Quisiera poder volver la mirada atrás sin sentir vergüenza, pero eso es imposible.

Desde que tenía 11 años aprendí que el cuerpo de una mujer puede sentir emociones únicas, que la sexualidad existe desde que nacemos y que explorar las posibilidades puede llegar a ser adictivo.

A esa edad el padre de mi madrastra me acariciaba los pechos en desarrollo y me hizo conocer lo que es un orgasmo cuando sus manos ancianas y viciosas recorrían mi intimidad a cambio de unas monedas. Yo no sabía entonces lo que eso significaba, pero estaba aprendiendo a disfrutar de las íntimas caricias y de los placeres carnales. Antes de los 12 años fui violada por el hijo de éste mismo hombre. Me llevó al desván y me forzó a recibir su miembro ferozmente erecto en mi culo infantil. Temía consecuencias y no quiso arriesgarse a tomar mi vagina, pero el daño que me produjo fue mayor aún. La violación anal me lastimó físicamente y dejó una huella imborrable en mi inconsciente.

En esa casa de familiares políticos, otro hombre joven, hermano de esta bestia abusadora también puso sus ojos y sus manos en los atributos aún infantiles de esa chiquilla que empezaba a perder su inocencia abruptamente. Sus ojos verdes y rubios cabellos contrastaban con las morenas pieles de los miembros de la familia que la rodeaban. Una familia con 5 hijos varones y la única hija mujer era mi madrastra. Mis pechos crecían y atrapaban las miradas de aquellos tíos políticos que oscilaban entre los 18 y 26 años. Constantemente era cortejada por quienes se llamaban mis "tíos" solo por ser los hermanos de la esposa de mi padre.

El más joven de ellos fue mi primer amor, tenía apenas 12 años y perdí mi virginidad pensando que eso era el amor verdadero. Al menos él no me forzó a nada, aunque supo lo que me hizo su hermano, y a sus 18 años sabía que abusaba de la inocencia de una niña de doce. Pero ese sigue siendo un buen recuerdo dentro del infierno vivido en aquella casa.

Así transcurrieron los últimos años de mi infancia y los primeros años de mi vida sexual. Sin darme cuenta yo había adquirido una actitud muy liberal y prematura frente al sexo. En la preparatoria decenas de manos recorrieron mi cuerpo, decenas de lenguas me llevaron a los límites del placer y muchos miembros masculinos conocieron mi intimidad ardiente y promiscua. El sexo parecía ser mi más grande don. Los chicos me seguían y los maduros me rondaban.

Cuando la relación de mi padre con mi madrastra llegó a su fin definitivamente yo me fui a vivir con él. Él era entonces casi un desconocido para mí, yo tenía 19 años y un largo camino recorrido en las artes de la lujuria. No tardó mucho en llegar el incesto y admito que fue maravilloso, aunque no terminó nada bien; para ese entonces yo no podía controlar mis instintos con dos copas encima y en una reunión con mi padre y unos amigos suyos, fui violada por todos cuando mi padre enfureció al verme morreando con uno de ellos.

A partir de ese instante los sucesos se han ido desencadenando dramáticamente. La única pausa en mi vida fue el matrimonio maravilloso con Ulises, un hombre bueno y educado que no sabe nada de mi vida pasada y con quien viví 3 años muy felices hasta que comenzaron sus viajes constantes. Ausencias que se prolongaban lo suficiente para hacerme caer nuevamente en las manos del vicio que tengo, el vicio del sexo prohibido.

Sexo apresurado con hombres sudorosos y feos que entran a mi casa a hacer labores de "reparación", manos rasposas que introducen gordos dedos en mi sexo ardiendo en ganas de ser penetrado, lenguas extrañas que sorben los jugos del placer exquisito, el néctar de la pasión sin dueño, de la lujuria desmedida que no mira depositarios, sino mide intensidades, orgasmos y locura. Vergas grandes, pequeñas, gordas, todas ellas, sin excepción alguna, gozando de una vagina ajena, disfrutando la deliciosa sensación de lo prohibido y lo sucio. Palabras ofensivas que llenaban mis oídos de ganas de cumplir con su significado, de ser una puta barata come pollas y de sufrir los embates de una buena verga en mi ser pecaminoso y adultero. Litros de leche de hombre en mis labios, en mis senos, en mi culo, en mi interior intimo, leche que he disfrutado como si de aceite esencial se tratara para hacer más suaves mis caricias en pezones erectos, vulva enrojecida e hinchada de pasiones y las comisuras de mis labios que siempre dicen "¡Dame más!".

No existe cosa alguna que yo no haya probado con el hombre en materia de sexo. He disfrutado la locura, el encanto, el éxtasis y el llanto. Me han poseído en mi cinco sentidos, mi boca ha disfrutado el sabor de la semilla del macho y se ha deleitado con la sensación indescriptible de comer un buen falo ardiente, cuyo tronco se hace más firme y largo al ritmo de las caricias de mi lengua y mi vagina ha sido anfitriona cálida de brutales posesiones, de viciosas embestidas y crueles orgasmos que inundaron mis sentidos en una visión borrosa de placer y lagrimas. Pero también ha recibido miembros tibios, cuya delicadeza me ha transportado poco a poco, en rítmica danza sudorosa con coros monosílabos y sábanas húmedas a los linderos del límbico paraíso erótico, acompasados gemidos y besos que acallaban mis gritos y súplicas lujuriosas y que hicieron a aquellos miembros invitados en mi interior estallar en lágrimas de semen hirviente y espasmos de alegría sexual.

Mi cueva más pequeña, aquella que tienta a ser tomada cuando como gata en celo levanto la cola en cuatro patas, también ha sentido un cúmulo de sensaciones indescriptibles, también ha sido robada por brutales bestias enfurecidas y mimada por embravecidos falos incansables que se sumergen disfrutando el tacto de sus estrechas paredes, la deliciosa sensación experimentada en repetidas entradas y salidas húmedas y ardientes mientras unos dedos, o quizá otro falo, estimulan a su compañera de placeres en la entrada de la vagina infiel. Nada es comparable a eso, la explosión de sensaciones y el frenético meter y sacar en ambos huecos de placer. Sentir que el cuerpo no te pertenece y que a cambio dos hombres se disputan por el premio de tu orgasmo al mismo tiempo. Saber que el dolor y el éxtasis se mezclan en la prohibida posesión de cada una de tus entradas y que pronto explotarás en una lluvia de líquidos y espasmos como si enchufada a una caja de alto voltaje estuviera.

Pero ¿qué hay del amor que queda tras la agonía del éxtasis? Cada uno de esos compañeros que me hacen temblar el cuerpo se convierten en sapos al final del embrujo. Solo Ulises, mi marido, es capaz de embobarme en cursis miradas y tardes de TV en el sofá de nuestra sala. Solo sus brazos pueden confortarme cuando me siento infinitamente sucia y anhelante de sosiego. Aunque su cuerpo no me baste para calmar los fuegos, solo él es a quien amo y no quisiera despertar un día sabiendo que jamás volverá.

Por eso escribí este texto ahora, porque mi intimidad aún tiene los restos de la infidelidad nocturna, aun me recorre un choque eléctrico cuando evoco los explosivos momentos vividos hace unas horas con aquel extraño del bar que conocí anoche sin querer. Me es tan difícil frenar cuando descubro un miembro erecto por mi cercanía, y pienso que jamás podré abandonar este vicio. ¿Alguien sabe qué puedo hacer al respecto?

RELATO: ANONIMA